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Poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio. |
De los gozos del
cuerpo
Por Pablo R. Arango*
Una vez oí
decir a Harold Alvarado Tenorio que las corridas de toros eran un espectáculo
terrible, que era horrible ver cómo se festejaban la tortura y la muerte. Luego
de un silencio, agregó: “pero hay momentos maravillosos. Una vez tuve una
epifanía en una plaza de toros y, en un pase del torero, me pareció ver a un
ángel”. Creo que podemos extraer de aquí una de las claves de la poesía de
Alvarado Tenorio, una poesía que muestra –sin decirnos— que la vida es un
pasaje terrible y al mismo tiempo la única posibilidad de la dicha.
De esa
visión surge la cualidad proverbial y epigramática de muchos de sus poemas; que
se sitúan en el resbaloso límite entre la sabiduría, la contradicción y la
tautología. Aquí la poesía no es un mero accidente, sino más bien el único
recurso expresivo para la percepción de la realidad. Por eso el credo poético
de Alvarado Tenorio oscila entre el consuelo y la necesidad, en esa delgada
franja que habitamos entre el todo y la nada: “Para ti, madre del dolor,
sólo hay gloria y pesar, / el mediodía no está escrito en tus agendas”.
Pero también la poesía es “la más larga y gozosa de las noches”. Otra
variante de esta incierta fe es la que ve en la poesía, no el último refugio de
la vida, sino el único sitio de la misma: “La patria es el habla que
heredaste/ y las pobres historias que conserva”. Porque la vida queda
reducida a la visión poética o, mejor, no es otra cosa: “No había realidad/
y si la hubo/ resultó también quimera”. La poesía es, como el recuerdo, el
único registro de la vida; es todo y nada: “Nuestro pasado vale tres
cuartos. / Vale nada”.
Esta
oscilación otorga a la poesía de Alvarado Tenorio una tensión entre la
desesperanza absoluta y el goce sensual. Es así como en una de sus escenas,
mientras siente la llegada inminente de la guerra, el yo poético le dice a
alguien, a cualquiera: “Ven a mí, mírame a los ojos”. Ojos que permiten
una comunión transitoria, a la vez que son los túneles que nos mantienen
separados, como cuando “después de los goces del cuerpo, / cada presencia
mira por su ojo”.
La tensión
surge además de un vaivén entre dos puntos de vista. El primero se manifiesta
en el uso de las primeras tres personas pronominales y revela una percepción
cercana, que va desde la intimidad de la vivencia personal hasta el testimonio
de la experiencia ajena. El segundo corresponde a la visión abstracta de la
historia, en la que los seres humanos son si acaso meros personajes y sus vidas
son intercambiables, meros acontecimientos de la materia. A veces las dos
perspectivas se entrecruzan en un mismo poema, como en el que relata la muerte
de Francisco Garnica, donde asistimos al recuento de la detención y tortura de
un hombre, para luego ver cómo “un cadáver fue escupido/ por dos descargas
de pistola”. El acontecimiento terrible, personal, también es un suceso más
en la historia y el olvido de los hombres. Otras veces la voz poética habla en
primera persona, en la situación de un personaje (como el poeta Taliesin o
Sigurd el cruzado) o en la del propio poeta, pero el efecto general sigue
siendo el de la ambigüedad que pone los eventos humanos simultáneamente cerca y
lejos: aquí, en la inmediatez de la experiencia, y allá, en el polvo de los
siglos. ¿Cuál de las dos perspectivas es la verdadera? La mirada poética parece
responder: ambas, o ninguna. Porque mientras vivimos todo importa, pero al
final nada importa. “Gran vida que das y todo quitas. / Ni siquiera el
recuerdo quedará en nuestros huesos”.
Esta visión
paradojal expresa lo que Albert Camus llamaba, en El mito de Sísifo, la
experiencia sicológica de la nada: “nuestra propia nada adquiere
verdaderamente su sentido cuando se considera lo que sucederá dentro de dos mil
años”. Se trata del punto de partida de mucha filosofía, pero también del
punto de llegada de muy poca. Para seguir con los términos en que Camus plantea
el asunto, la tendencia natural del hombre ante el reconocimiento del absurdo
consiste en negar alguno de sus términos. Pero la evidencia mundana, que es lo
único que tenemos, nos muestra lo ilusorio de tal negación. De tal modo que no
queda más que, como en la poesía de Alvarado Tenorio, permanecer fieles a la
evidencia, en medio del sinsentido, aferrados a la efímera conciencia que
constituye nuestra vida y nos da en dosis desiguales la lucidez de lo banal, de
lo serio, la ironía y la premonición del desastre.
De los
gozos del cuerpo (Manizales,
2012), es una antología de la poesía de Alvarado Tenorio. Sería ocioso hacer
aquí una presentación de la vida y obra de su autor, puesto que él es, al mismo
tiempo, una de las personalidades más reconocidas y obliteradas de la
literatura colombiana. A este respecto quisiera hilvanar tres anécdotas.
En una de
sus novelas Milán Kundera comienza recordando un episodio de la historia checa:
en un discurso celebratorio del triunfo de la revolución comunista, el líder
que parlotea bajo la nieve ha recibido de un amigo que está a su lado el favor
de un gorro de invierno. En la fotografía oficial aparecían ambos: el orador y
el amigo generoso. Años después, este último fue degradado como traidor del
régimen y entonces en todas las copias de la fotografía su presencia fue
borrada. Sólo quedó su gorro en la cabeza del líder.
Según
cuenta Eduardo Arroyo, cuando Boris Pasternak recibió el premio Nobel de
literatura, en la prensa española —franquista, desde luego— se vieron de todos
modos en la obligación de publicar una nota con foto. La fotografía que tenían
mostraba a Pasternak más o menos abatido por la certeza de que no podría salir
del territorio comunista a recibir el premio y, detrás, se veía una nevera.
Pues la prensa franquista retocó la foto, para borrar la nevera.
Finalmente,
en una historia de la poesía colombiana publicada hace años por una reconocida
casa editorial bogotana, aparecía una breve mención de Alvarado Tenorio. En la
segunda edición de la misma obra, publicada recientemente por la misma casa, la
nota había desaparecido. Borren la nevera, dejen el gorro.
Consuelo
Triviño decía, a propósito de la poesía de Alvarado Tenorio, que “todo
ocurre en el cuerpo y allí acaba”. Pero en la metafísica de Alvarado, como
se ve en la presente selección, en realidad lo que ocurre es que el cuerpo es
el único lugar, no hay más posibilidades, es todo lo que tenemos o, mejor, lo
que somos. Sólo alcanzamos a escapar de esta pesadilla solipsista, por
momentos, a través de la esquiva palabra precisa o el roce de otro cuerpo.
Harold Alvarado Tenorio (Buga, 1945) se doctoró en filosofía
y letras en
la
Universidad Complutense de Madrid. Profesor Titular de las
literaturas de América Latina en
la Universidad Nacional
de Colombia y Director del Departamento de Español de Marymount Manhattan
College de New York, trabajó para
la Editorial China Hoy, donde tradujo más de un
centenar de poetas, reunidos en
Poemas Chinos de Amor [1992]. Director
de la revista de poesía
Arquitrave [
http://www.arquitrave.com], fue editor de
la Página 8 Cultura de
La Prensa
de Bogotá. Traducido al alemán, árabe, chino, francés, griego, inglés,
italiano, portugués y rumano ha sido incluido en repertorios como
Antología
crítica de la poesía colombiana, de Andrés Holguín, (Bogotá, 1974),
Antología
de poesía latinoamericana, del Grupo Latinoamericano y Caribe, (Beijing,
1993),
100 Autores colombianos del siglo XX, de J.G. Cobo Borda, R.H.
Moreno Durán, S. Gamboa y D. Saldívar, (Madrid, 2006),
Revista Nacional de
Cultura, número antológico 1938-2006, (Caracas, 2006),
La hora sagrada,
XIII encuentro de poetas iberoamericanos, de A.P. Alencart (Salamanca, 2010),
Poesía
colombiana, antología 1931-2011, de Fabio Jurado Valencia (Bogotá, 2011) y
Um
país que sonha, cem anos de poesía colombiana, de Lauren Mendinueta,
traducciones de Nuno Júdice, (Lisboa, 2012).
* Pablo R. Arango (Bogotá, 1975) es Maestro en Filosofía de la Universidad de Caldas.
Algunos de sus libros son Introducción
a la Filosofía Moral
(2005); Ética y Significado: una
defensa del objetivismo moral (1999) y De la belleza y otros caprichos
de conservador (2006).