24.5.09

MARIO BENEDETTI POR CÉSAR HILDEBRANDT


BENEDETTI

Escribe: César Hildebrandt

No escribí a tiempo sobre Benedetti porque no me parecía pertinente hablar con regateos de alguien tan célebre, tan justamente reconocido y tan llorado por sus fieles lectores. Pero me han preguntado por el correo electrónico y por teléfono por qué no he escrito sobre Benedetti, así que debo de ser sincero y admitir, a posteriori, que Mario Benedetti siempre me pareció —aparte de una gran persona, un luchador social ejemplar, un exiliado a carta cabal, un escritor prolífico y variado, un hombre de gran sensibilidad social— un poeta menor de dulces melodías, un compositor de poesía recitable, un trovador “que se tenía que querer”.

No estuve entre sus admiradores extremos porque muchas veces vi, detrás de sus endecasílabos frecuentes, la salida fácil y hasta previsible, el panfleto lírico, la tristeza editorial y el discurrir de un río de palabras que no discriminaba la maleza.

Dice Luis García Montero, con toda la razón del mundo, que uno de los aportes fundamentales de Benedetti fue desacralizar la imagen del poeta —ese hechicero de la oscuridad— y convertir sus textos en espacios públicos.

Añadiría, modestamente, que esos espacios públicos podían ser, por concurridos y exitosos, paseos peatonales, granjas colectivas del amor y el desamor, alamedas del extrañamiento.

Previniendo por dónde podía venir el toro, García Montero, confeso admirador de Benedetti, señala: “Es verdad que hay mala poesía nacida de la simplicidad, pero en los desvanes contemporáneos ocupa más lugar la quincallería de las rupturas llamativas, los experimentalismos y los sacerdotes de la élite”.

Eso es cierto. La gente amaba más a Benedetti después de leer a uno de esos poetas en clave de martirio, a uno de esos abortos de la palabra que están convencidos de hacer cocina francesa, plagada de salsas tendenciosas, cuando lo que hacen es chanfainita de petulancia y caucau de nada. Pero, eso sí: escriben en chino mandarín sin traducir y entonces vienen los críticos cursis y nos dicen que detrás de esa niebla tóxica está la casa de la poesía.

O sea que si no te entienden eres regio y si te asomas a la inteligibilidad corres el peligro de ser un pobre diablo. Y eso, decretado por otro pobre diablo con autoridad, puede ser fatal.

Algo de eso pasó con Benedetti, que fue un poeta diurno en épocas donde estaba de moda proferir naderías góticas y hacerse el interesante para atraer a los cándidos.

Por eso tuvo tan enormes audiencias y por eso sus libros parecieron muchas veces, por el número de ejemplares vendidos, novelas de autores industriales.

Y, sin embargo, este Benedetti entrañable que fue siempre de izquierdas, que eludió como dribleador charrúa a la dictadura de Bordaberry, este hombre sencillo y a ratos malhumorado tiene en su pasivo, desde mi perspectiva, el defecto de haber escrito demasiado, de haberlo hecho en voz muy alta y de haber bailado el tango apache de las asonancias.

Benedetti era tan musical que daba ganas de silbarlo y de eso se dieron cuenta muy bien el Viglietti y el Serrat, que le pusieron partitura a lo que estaba cantado.

Si la poesía también consiste, como acaba de decir García Montero, en abrir las ventanas para que entre aire limpio y en escribir para que no te olviden al pie de la letra, entonces Benedetti es, como dicen muchos, una cumbre de la literatura en español.

Si la poesía es golpe vitamínico, vigilia que no se permite tregua, refranero del corazón, entonces Benedetti es palabra mayor.

Pero si la poesía es lo que queda después de castigar cada palabra, lo que se agita después del naufragio, la cadena arrastrada sin saberlo, el ayuntamiento que no imaginabas, la sabiduría sin referentes callejeros o geográficos, entonces conservo mis dudas sobre este muerto ilustre y admirable.

* Fuente: Diario La pr1mera.

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